Si hace años me dicen, que a día 3 de marzo de 2014 estaría escribiendo sobre lo que voy a escribir, les habría dicho que era imposible. Pero parece que Adidas tiene razón y no hay nada imposible. En realidad no estoy muy de acuerdo con que ésta afirmación sea tan categórica, ya que en ocasiones yo soy más del impossible is all, o en su defecto casi all.
Hace cuatro años servidora pensaba que era imposible que yo escribiera sobre Egipto de la forma que lo voy hacer. Hasta hace cuatros años yo, esa soñadora incansable, en ocasiones pedante, casi siempre redundante, nunca había utilizado el país de los faraones como escenario de mis sueños.
Quizá sea porque mi relación con Egipto empezó de forma tormentosa y con un cuatro con noventa y nueve redondeado a color rojo sangre. Con premeditación y alevosía. Y oye, que yo me lo sabía todo de pe a pa, pero mi conocimiento era tan extenso que no tenía cabida en las dos horas que duró el examen. Aquel cuatro con noventa y nueve, que a mí se me antojaba rubricado con luces de neón –o de xenón para los del mundo tunning- aparte de sentar la base de mi odio hacia Egipto, me enseñó la importancia de la simplificación.Una sabía técnica –en ocasiones fallida-, a la que recurrí en mis años de carrera no siempre con la fortuna deseada. No siempre evitó que el rojo apareciese en mis junios o septiembres. Y una vez que la táctica del simplificar falla, sólo queda pensar que para todo lo demás… mal de muchos, consuelo de tontos.
Pasaron los años y mi odio se convirtió en indiferencia hasta que con la llegada del otoño mi hermana me prometió, no una estancia en Nueva York… sino un comienzo de año en Egipto. Y yo, seta de mí –el horario infantil no me permite pasar a mayores- recibí aquella noticia, como si me hubiese dicho que me regalaba un viaje a Miguelturra –por ejemplo-.
Pasaron los meses, y voilà, servidora comenzaba el 2011 en suelo egipcio –que por cierto no estaba tan sucio como me habían contado-. Por delante me esperaban 10 días para conocer aquel país connotado por el cuatro con noventa y nueve – sí, no solo cuando sueño soy redundante-.
Y a los 10 días volví, o mejor dicho lo que quedaba de mí volvió. Y no, no penséis que me invadió el mal del faraón, que no, que lo mío fue otra cosa. Pero fuera lo que fuera hizo que viera el Museo del Cairo en tiempo récord –si, en ocasiones soy una chica Guiness-.
Llamare a aquel mal que asoló mi salud los dos últimos días de estancia en Egipto como mal piramidal, por la rima más que nada. El mal piramidal hizo que durante las dos semanas que transcurrieron desde mi regreso a tierras manchegas no quisiera hablar de Egipto. Egipto, ¿Quién es Egipto?, ¿Un vecino nuevo? Y si en su día lo odié sin pisarlo, ahora que lo había hecho le acusaba de todos mis males. Pero a los quince días todo pasó y yo sin ningún rencor y sin acritud ninguna, pase del odio al amor. Que no hay un paso, que hay muchos… y eso que fui en avión.
Supongo que será por eso de que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes… Pero yo viví un romance tardío con Egipto, que a día de hoy revivo en mis sueños –cuando encuentro hueco, que ya sabéis que mi sueñografía es bastante amplía-. Revivo el crucero por el Nilo y las puestas de sol que desde el barco –que en realidad es una motonave- disfruté. Nunca en un cielo vi una paleta tan extensa –y tan excelsa-. Revivo el amanecer en Karnak, y mi pequeñez en la inmensidad. Viajo a Luxor. Recorro el Templo de Edfú y readmiro –vuelvo a admirar- su magnífica conservación. Revivo las iluminaciones del Templo de Kom Ombo. Recorro el Valle de los Reyes que tiñe mi ropa de blanco. Cruzo la presa de Asuán. Atravieso el desierto entre espejismos. Ahora estoy en Abu Simbel, la bonita estampa del día deja paso a la majestuosidad de la noche. Una imagen, la del cielo. Miles de estrellas, miles de deseos, personas en ellas. Un cielo y emociones. Un cielo y sensaciones. Vuelan los recuerdos. Y volvemos a través del desierto… el amarillo se torna negro. Silencio.
Vuelvo a sentir miedo en el camello -para con dicho ser mi odio sigue vigente- que me lleva al pueblo nubio. Niños y más niños. Colores y olores. De sabores yo no hablo. O al menos hoy no lo hago. Ya en El Cairo, salto en las Pirámides, y también las cojo con la mano, beso la Esfinge, me descalzo en las mezquitas. Recorro el Barrio Copto. Luces en El Cairo. Tráfico/caos en El Cairo. Compras en El Cairo. Contaminación en El Cairo. Resumiendo… vida en El Cairo. Mucha vida.
Y en mi sueño, no estoy sola, están mis compañeros de viaje. Mi hermana y mi primo. Loles y Carlos. Albert y María. Y en mi sueño, Hosseini -José en argentino- nos guía. Y lo vuelve a hacer genial. Y para mi Egipto son todos ellos. Y Egipto tiene que estar agradecido a mi hermana por ser la culpable de nuestra reconciliación. Yo ya lo estoy… y mucho.
Y podría seguir soñando mi sueño. Y un día soñando soñé que Egipto volvía a ser como la primera semana de enero. Y que lo que hubo después… tan solo fue un mal sueño. Yo ya sueño con volver -espero que sin la frente marchita-. Y mientras tanto, cumplo ese sueño en mis sueños. Y no puedo dejar de pensar en aquel cielo... ¡Qué cielo! Y también podría, para terminar, contaros que yo de mayor quiero ser como Hatshepsut -por innovar, ya que todas quieren ser como Nefertiti-, pero ya os hablaré de eso otro día, que me da para un post y para más. Es lo que tiene mi mundo onírico que como no tiene límite de capacidad… no tengo porqué parar de almacenar.
A mi hermana…
Visitar las pirámides debe de ser una experiencia mágica. A ver si puedo hacerlo este verano :)
ResponderEliminarYo tampoco he tenido la suerte de ir a Egipto todavía, pero he crecido entre historietas del El Cairo, de Abu Simbel... porque mis padres son apasionados de este lugar, por lo que creo que yo también haré una visita pronto y así comprobar todo lo que me llevan contando desde niña.
ResponderEliminarTiene que ser emocionante poder ver ese mar en el que yo de pequeña me veía en sueños flotando porque tenía muchísima sal, según me contaban.